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LA SERPIENTE Y LA LUCIÉRNAGA

por WebMaster em STUM WORLD
Atualizado em 15/11/2015 10:43:07


por Maísa Intelisano - [email protected]

Traducción de Teresa - [email protected]

"Cuenta la leyenda que una vez una serpiente empezó a perseguir a una luciérnaga. Ésta escapaba rápidamente, temerosa de la feroz predadora y la serpiente no pensaba siquiera en desistir.

Escapó un día y ella no desistía. Dos días y nada… Al tercer día, ya sin fuerzas, la luciérnaga paró y preguntó a la serpiente:
“- ¿Puedo hacerte tres preguntas?
- No suelo abrir ese precedente a nadie, pero ya que de todos modos te voy a devorar, puedes preguntar… - contestó ella.
- Pertenezco a tu cadena alimentaria? - continuó la luciérnaga.
- No. - respondió la serpiente.
- ¿Te he hecho algún daño? - volvió la luciérnaga.
- No. - dijo nuevamente la serpiente.
- Entonces, ¿por qué quieres acabar conmigo? - preguntó la luciérnaga.
- Porque no soporto verte brillar… - justificó la serpiente.”
(Autor desconocido)

Es una lástima que en Occidente, gracias a la tradición judeocristiana, la serpiente sea siempre símbolo de traición, envidia y maldad. Ella no tiene nada de eso. Solamente procede conforme a su naturaleza, que le ha sido dada por Dios, cumpliendo su misión en este planeta. Si ella nos parece traicionera y malvada es porque nosotros la vemos así, transfiriéndole cualidades que son nuestras y que no somos capaces de admitir o ver en nuestro corazón.

Pese a ese prejuicio, la fábula vale por la reflexión. Es bien triste constatar que aún existen personas como la serpiente de esta historia… Lo ideal sería que supiésemos ayudar a los demás a brillar para que así nuestro propio brillo pudiese aumentar, y servir de faro a otros muchos que todavía necesitan una “estrella guía” que vaya delante para saber qué camino tomar.

Somos tan ciegos en nuestro orgullo y egoísmo que no percibimos que al envidiar el brillo del otro, intentando impedirle emitir su luz, embotamos nuestro propio brillo, ocultando nuestra luz bajo las tinieblas de nuestro propio ego. No percibimos que también brillamos, que en nosotros hay la misma luz y que sólo depende de nosotros hacerla brillar más y más lejos y con más intensidad, en la medida en que ponemos nuestro brillo a disposición de los demás. No entendemos que nuestro crecimiento espiritual es directamente proporcional al crecimiento espiritual de los que están a nuestro alrededor y que, para que nosotros crezcamos, es necesario que todo lo que está en nuestro entorno también crezca.

Y el colmo de nuestra ignorancia es que no nos damos cuenta de que, por mucho que nuestra luz sea ahogada, por más que la saboteemos con sentimientos pequeños, mezquinos y egoístas, ella nunca deja de brillar. Dios no permite que ella se apague por completo, porque sabe que tarde o temprano vamos a despertar de ese letargo enfermizo, y necesitaremos de ese pequeño destello para saber por dónde volver a empezar.

Pese a ser nosotros los necesitados, es Dios quien jamás pierde la fe y la esperanza en nosotros. Él siempre cree en nuestro potencial, en nuestra capacidad de vencer y en nuestro discernimiento para elegir lo correcto. Él sabe que nada puede sobreponerse a nuestra naturaleza divina y espera, incansablemente, nuestro despertar. Él nunca nos abandona, pese a que nosotros mismos, muchas veces, nos empeñemos en darle la espalda para quejarnos y rebelarnos por considerar que Él nunca está cerca cuando necesitamos de Su ayuda.

Como críos mimados, no percibimos que Él está siempre allí, en el mismo lugar, a la misma distancia, bastando que nosotros mismos nos demos la vuelta para calentarnos al sol de su amor infinito, evitando las sombras de nuestro orgullo y el frío de nuestro egoísmo.

El brillo de cada uno es un destello del propio brillo de Dios en sus criaturas. Cada vez que intentamos apagar el brillo de alguien, es contra el brillo de Dios que actuamos. Cada vez que impedimos a alguien crecer, es contra la fuerza de Dios en nosotros que actuamos. Cada vez que saboteamos la felicidad de alguien, es nuestra propia felicidad lo que saboteamos, ya que la fuente de toda felicidad es una sola: el AMOR universal, DIOS.

Cada vez que permitimos a nuestra serpiente interna engullir la luciérnaga del prójimo, es un faro menos de que disponemos para iluminar nuestra senda. Cuando, en realidad, deberíamos siempre recordar que por menor que sea la luz del prójimo, ella siempre podrá servirnos, al menos, como pequeña llama parpadeante que enciende otra vela antes de apagarse.


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