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Mi marido tiene costumbres negativas. ¿Qué puedo hacer?

por WebMaster em STUM WORLD
Atualizado em 22/04/2017 10:03:46


Autor Tony
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Traducción de Teresa
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No es raro, en mis consultas, depararme con casos como los que sugiere el título de este artículo. A decir verdad, hay casos de todos los géneros. Decidí, entonces, transcribir un capítulo de una obra espiritual de la más elevada envergadura, psicografiada por nuestro inestimable Chico Xavier, de autoría de uno de los mayores espíritus “instructores” que la comunidad espírita conoce: André Luiz, el médico sanitarista que, mientras estuvo encarnado, fue Carlos Chagas. El capítulo en cuestión es el de número 6 del libro “Misioneros de la Luz”, y sucede en la ciudad de Río de Janeiro, enmarcado en el contexto de un joven médium que sale de una casa espírita al final de los trabajos mediúmnicos y va para casa, donde está su esposa. Lee con atención, el desarrollo de las interesantísimas y valiosísimas enseñanzas.

“Tras separarse de su madre y hermana, se dispuso el muchacho a tomar el camino de la vivienda que le era propia. Lo seguimos de cerca. Me dolía identificar en él la posición de víctima, rodeado por las dos formas obscuras. Las observaciones referentes a la microbiología psíquica me impresionaban fuertemente. Conocía, de cerca, las alteraciones circulatorias, determinando la embolia, el infarto, hasta la gangrena. Había tratado, en otro tiempo innumerables casos de infección, a través de artritis y miosis, úlceras gástricas y abscesos miliares. Había examinado, atentamente, en el campo médico, las manifestaciones del cáncer, de los tumores malignos, en complicados procesos patológicos. Había visto múltiples expresiones microbianas, en el tratamiento de la lepra, la sífilis, la tuberculosis. Muchas veces, en calidad de defensor de la vida, había permanecido largos días en duelo con la muerte, percibiendo la inutilidad de mi técnica profesional en el combate a los virus extraños que apresuraban la destrucción orgánica, burlando mis esfuerzos.

En calidad de médico, sin embargo, en la mayoría de los casos, cuando podía contar todavía con la prodigiosa intervención de la Naturaleza, mantenía la presunción de conocer variadas normas de combate, en diversas direcciones. En el diagnóstico de la difteria, no vacilaba en la aplicación del suero de Roux y conocía el valor de la operación de traqueotomía en el crup declarado. En las congestiones, no me olvidaría de intensificar la circulación. En los eczemas, recordaría, sin duda, los baños de almidón, las pomadas a base de bismuto y la medicación arsenical y sulfurosa. Positivado el edema, recordaría la veratrina, los calomelanos, la cafeína y la teobromina, después de analizar detalladamente los síntomas. En el cáncer, practicaría la intervención quirúrgica si los rayos X no demostrasen la eficacia precisa. Para todos los síntomas sabría utilizar regímenes y dietas, aplicaciones diversas, aislamientos e intervenciones, pero… ¿Y allí?

Delante de nosotros caminaba un enfermo distinto. Su diagnosis era diferente. Escapaba a mi conocimiento de los síntomas y a mis antiguos métodos de curar. Sin embargo, era paciente en condiciones muy graves. Se le veían parásitos oscuros. Se observaba su desesperación íntima, ante el asedio incesante. ¿No habría remedio para él? ¿Estaría abandonado y era más infeliz que los enfermos del mundo? ¿Qué hacer para aliviarle los dolores terribles, manifestados en forma de angustiosas y permanentes inquietudes? Había atendido ya a entidades perturbadas y sufridoras, aliviando sus padecimientos atroces. No ignoraba los esfuerzos constantes de nuestra colonia espiritual, a fin de atenuar los sufrimientos de los desencarnados de orden inferior, pero allí, en virtud de la contribución magnética de Alexandre, el grande y generoso instructor que me seguía, observaba a un compañero encarnado, presa de singulares enviciamientos. ¿Por cuáles factores suministrarle el socorro indispensable? Y, naturalmente, nuevas reflexiones se me ocurrían, céleres. Semejantes expresiones microbianas ¿acompañarían a los desencarnados? ¿Atacarían el alma, fuera de la carne? Cuando en las zonas inferiores me debatía en amarguras imposibles de expresar, ciertamente había sido víctima de las mismas influencias crueles. No obstante ¿dónde el remedio salutífero? ¿Dónde el alivio para tamañas angustias?

Revelando paternal interés, Alexandre vino en mi socorro, aclarando:
- Estas interrogaciones íntimas, André, son portadoras de gran bien para tu corazón. Comienzas a observar las manifestaciones del vampirismo, las cuales no se circunscriben al ambiente de los encarnados. La casi totalidad de sufrimientos en las zonas inferiores le debe su doloroso origen. Criaturas desviadas de la verdad y del bien, en los largos caminos evolutivos, se reúnen unas con otras, para la continuidad de las permutas magnéticas de baja especie. Los criminales de varios matices, los débiles de voluntad, los tullidos de carácter, los enfermos voluntarios, los tercos y recalcitrantes de todas las situaciones y de todos los tiempos integran comunidades de sufridores y penitentes del mismo estilo, arrastrándose, pesadamente, por las regiones invisibles a la mirada humana.
Todos ellos segregan fuerzas detestables y crean formas horripilantes, porque toda materia mental está revestida de fuerza plasmadora y susceptible de exteriorización.

- No obstante – objeté – noto que el campo médico es mucho más vasto, después de la muerte del cuerpo.
- Sin duda – contestó mi interlocutor, sereno – cuando comprendemos la extensión de las influencias morales en todos los acontecimientos de la vida.
- Pese a todo – consideré – me horrorizan los nuevos descubrimientos en la región microbiana. ¿Qué hacer contra el vampirismo? ¿Cómo luchar contra las fuerzas mentales degradantes? En el mundo tenemos la clínica especializada, la técnica quirúrgica, los antídotos de varios sistemas curativos. ¿Pero aquí? [en el mundo espiritual observando el mundo de los encarnados]
Alexandre sonrió, pensativo, y habló, después de una más prolongada pausa:

- Según hemos verificado, André, el tratamiento remoto en los templos, la ascendencia de la fe en los procesos de Medicina, en los siglos pasados, y la concepción de que las entidades diabólicas provocan las más extrañas enfermedades en el hombre, no están integralmente destituidas de razón. Indudablemente, entre los Espíritus encarnados las expresiones mentales dependen del equilibrio del cuerpo, al igual que la buena y perfecta música depende del instrumento fiel. Pero la ciencia médica alcanzará cúlmenes sublimes cuando verifique en el cuerpo transitorio la sombra del alma eterna. (…)
Comprendiendo mi extrañeza, Alexandre señaló al muchacho, que se disponía a penetrar en el reducto doméstico tras un pequeño recorrido a pie, y dijo:

- Hay diversos procesos de medicación espiritual contra el vampirismo, los cuales podremos desarrollar en direcciones diversas; sin embargo, para proporcionarte una demostración práctica, visitemos el hogar de nuestro amigo. Conocerás el más poderoso antídoto. Curioso, observé que las entidades infelices se mostraban ahora terriblemente contrahechas. Algo les impedía acompañar a la víctima hasta el interior.
- Naturalmente – acentuó mi generoso compañero – tú ya sabes que la plegaria delinea fronteras vibratorias.
- Sí, ya he observado experiencias de esa clase.
- Aquí – continuó – reside una hermana que tiene la felicidad de cultivar la oración fervorosa y recta. Entramos. Y, mientras el amigo encarnado se preparaba para recogerse, Alexandre me explicaba el motivo de la sublime paz reinante entre aquellas paredes humildes.

- El hogar – dijo – no es únicamente la vivienda de los cuerpos, sino, por encima de todo, la residencia de las almas. El santuario doméstico que encuentre a criaturas amantes de la oración y de los sentimientos elevados, se convierte en campo sublime de las más bellas floraciones y cosechas espirituales. Nuestro amigo aún no se ha equilibrado en las bases legítimas de la vida, después de las extremas vacilaciones y livianas experiencias de la primera juventud; sin embargo, su compañera, mujer joven y cristiana, le garantiza una casa tranquila, con su presencia, por la abundante y permanente emisión de fuerzas purificadoras y luminosas, de que su Espíritu se nutre.
Me hallaba eminentemente sorprendido. De hecho, la tranquilidad interior era grande y confortadora. En cada ángulo de las paredes y en cada objeto aislado había vibraciones de paz inalterable. El muchacho ahora penetraba en el aposento modesto, naturalmente dispuesto para el descanso nocturno.
Alexandre tomó mi diestra paternalmente, se encaminó hacia la puerta, que se había cerrado sin estrépito, y llamó, levemente, como si estuviésemos ante un santuario donde no debíamos penetrar sin religioso respeto. Una señora muy joven, en quien percibí inmediatamente a la esposa de nuestro compañero, desligada del cuerpo físico en momentos de sueño, vino a atender, y saludó al instructor afectuosamente.
Tras saludarme, gracias a la presentación de Alexandre, exclamó, jovial:

- Doy gracias a Dios por la posibilidad de que oremos juntos. Pasad. Deseo convertir nuestra casa en templo vivo de Nuestro Señor. Ingresamos al aposento íntimo y, por mi parte, mal contenía la sorpresa por la situación. En ese mismo instante, se ponía el muchacho entre las sábanas, con evidente cuidado para no despertar a la esposa dormida. Contemplé el cuadro hermoso y santificante. El lecho estaba rodeado de intensa luminosidad. Observé los hilos muy tenues de energía magnética, ligando el alma de nuestra noble amiga a su forma física, plácidamente recostada.
-Discúlpenme – dijo, bondosa, fijando la mirada en el instructor – necesito atender ahora a mis deberes inmediatos.
-¡Tranquila, Cecilia! - dijo el orientador con la ternura de un padre que bendice – hemos pasado por aquí tan sólo para visitarte.
Cecilia le besó las manos y rogó:

-No te olvides de dejarnos tus beneficios.
Alexandre sonrió en silencio y, durante algunos minutos, se mantuvo en meditación más profunda. Y mientras él se mantenía aislado en sí mismo, yo observaba la delicada escena: La esposa, desligada del cuerpo, se sentó a la cabecera y, en el mismo instante, el muchacho, como si estuviese acomodando las almohadas descansó la cabeza en su regazo espiritual.
Cecilia, acariciándole la cabellera con las manos, elevaba los ojos a lo Alto, revelándose en fervorosa plegaria. Luces sublimes la rodeaban entera y yo podía sintonizar con sus expresiones más íntimas, oyendo su rogativa por la iluminación del compañero a quien parecía amar infinitamente. Conmovido por la belleza de sus súplicas, reparé con asombro que el corazón se le transformaba en un foco ardiente de luz, del cual salían innumerables partículas resplandecientes, proyectándose sobre el cuerpo y el alma del esposo con la celeridad de minúsculos rayos. Los corpúsculos radiosos penetraban en su organismo en todas las direcciones; y muy particularmente en la zona del sexo, donde había identificado tan grandes anomalías psíquicas, concentrábanse en masa, destruyendo las pequeñas formas oscuras y horripilantes del vampirismo devorador.

Los elementos mortíferos, sin embargo, no permanecían inactivos. Luchaban, desesperados, con los agentes de luz. El muchacho, como si hubiera llegado a un oasis, había perdido la expresión de angustioso cansancio. Restaurado en sus energías esenciales, enlazó despacito a la esposa amorosa que se mantenía maternalmente a su lado y adormeció jubiloso.
La escena íntima era maravillosamente bella a mis ojos. Me disponía a pedir explicaciones, cuando el instructor me llamó delicadamente, encaminándome al exterior. Fuera del cuarto, me habló paternalmente:
-Ya has observado cuanto debías. Ahora, podrás extraer tus propias ilaciones.
-Sí – repliqué-; estoy asombrado con lo que vi; sin embargo, estimaría oírlo en consideraciones esclarecedoras.
-No te quepa duda – prosiguió el orientador -, la oración es el más eficiente antídoto para el vampirismo. La plegaria no es movimiento mecánico de labios, ni disco de fácil repetición en el aparato de la mente. Es vibración, energía, poder. La criatura que ora, movilizando las propias fuerzas, realiza trabajos de inexpresable significación. Semejante estado psíquico descortina fuerzas ignoradas, revela nuestro origen divino y nos pone en contacto con las fuentes superiores. Dentro de esa realización, el Espíritu, en cualquier forma, puede emitir rayos de asombroso poder.
Tras breve intervalo, Alexandre consideró, imprimiendo más fuerza a la enseñanza:

-Y tú no puedes ignorar que las propias formas inferiores de la Tierra se alimentan casi que integralmente de rayos. Cada minuto descienden sobre la frente humana billones de rayos cósmicos, oriundos de estrellas y planetas enormemente alejados de la Tierra, sin contar los rayos solares, caloríficos y luminosos, que la ciencia terrestre mal empieza a conocer. Los rayos gamma, provenientes del elemento radio que se desintegra incesantemente en el suelo, y los de varias expresiones emitidos por el agua y por los metales, alcanzan a los habitantes de la Tierra por los pies, determinando considerables influencias. Y, en sentido horizontal, experimenta el hombre la actuación de los rayos magnéticos exteriorizados por los vegetales, por los irracionales y por los propios semejantes.
La admiración me había impuesto silencio, pero el orientador prosiguió, tras ligero intervalo:

-¿Y las emanaciones de naturaleza psíquica que envuelven a la Humanidad provenientes de las colonias de seres desencarnados que rodean la Tierra? Cada segundo, André, cada uno de nosotros recibe trillones de rayos de variada orden y emitimos fuerzas que nos son peculiares y que van a actuar en el plano de la vida, a veces en regiones alejadísimas de nosotros. En ese círculo de permuta incesante, los rayos divinos, expedidos por la oración santificadora, se convierten en factores adelantados de cooperación eficiente y definitiva en la sanación del cuerpo, en la renovación del alma y la iluminación de la consciencia.
Toda plegaria elevada es manantial de magnetismo creador y vivificante y toda criatura que cultiva la oración, como debido equilibrio del sentimiento, se convierte, gradualmente, en foco irradiador de energías de la Divinidad.
Las elucidaciones del instructor calaron profundamente en mi ser. Deseando, pese a todo, asegurarme en cuanto a otro pormenor de la sublime experiencia, interrogué:

-¿Bastará, no obstante, el recurso de la esposa para que nuestro enfermo restaure el equilibrio psíquico?
Alexandre sonrió y contestó:
-El socorro de Cecilia es valioso para su compañero, pero el potencial de emisión divina le pertenece a ella, como fruto incorruptible de sus esfuerzos individuales. Significa para él el “incremento de misericordia” que deberá agregar, en definitiva, al patrimonio de su personalidad a través del trabajo propio. Recibir el auxilio del bien no quiere decir que el beneficiado sea bueno. Nuestro amigo ha de dedicarse con fervor al aprovechamiento de las bendiciones que recibe, porque innegablemente toda cooperación exterior puede ser interrumpida, y cada hijo de Dios es heredero de posibilidades sublimes y debe funcionar como médico vigilante de sí mismo”.
Reflexiona: frente a alguien que está siendo víctima de casos semejantes al del hermano aquí relatado, esposos y esposas ¿proceden como Cecilia? ¿O simplemente esperan a que el “milagro” se produzca sin ningún esfuerzo?
Piensa en ello.


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