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Vida y Fe

por Maria Guida em STUM WORLD
Atualizado em 12/06/2007 14:52:00


Traducción de Teresa - [email protected]

Desde pequeña, percibir que yo era parte integrante del todo era muy fácil.
No había límites entre mi cuerpo físico y la naturaleza.
Yo podía ver los minúsculos seres que construyen y mantienen en funcionamiento el mundo visible.
Semitransparentes, ellos bailaban y jugaban entre las gotas de lluvia, y en medio de las hojas del huerto que mis abuelos cultivaban en el patio.
Yo podía sentir las ondas de energía en las estancias de la vieja casa en que vivía, y en los ambientes que visitábamos, era atraída o repelida por la energía que emanaba de las personas.

Aún del todo no sabía hablar y ya presentía cuando las cosas no estaban bien en mi familia, o cuando alguna cosa buena estaba para suceder.

Cuando comencé a hablar sobre lo que sentía, comprendí deprisa que debía permanecer con la boca cerrada. Los adultos se sobrecogían al oírme opinar sobre cosas que, a mi edad, yo no debería siquiera saber que existían, y mucho menos emitir opinión al respecto.

Aprendía observar en silencio.
Ese aprendizaje fue bueno, porque con él me ha quedado claro que cada uno de los seres humanos era un mundo separado, independiente.

Recuerdo que una de las ideas más fascinantes que me pasaban por la cabeza, era la de que, tal como yo callaba mis secretos, todas las personas a mi alrededor callaban los suyos también.

Comencé a comprender que cuando los adultos guardaban silencios prolongados, esos silencios estaban cargados de energías de todos los colores.

Así fue como los silencios y las palabras adquirieron enorme importancia para mí.

Me convertí en una cría seria, concentrada, pero que podía ser muy habladora si le preguntasen algo.

Aprendí que existe un Dios, que nos ha creado así como a todas las cosas, casi al mismo tiempo en que conocí a papá, mamá, abuelito, abuelita, tiíto, tiíta. Él era un miembro invisible de la familia. Alguien que protegía a todos y a cambio exigía que todos se tratasen bien y cuidasen los unos de los otros. Parecía fácil.

Cuando entré en la escuela, una escuela administrada por monjas católicas, percibí que Dios era bastante más importante que eso. Indefinido en su forma, y mucho más omnipresente de lo que yo imaginaba, él impregnaba todo lo existente, y a partir de esa impregnación, vivificaba y controlaba.

Fui estimulada a no pensar de esa manera. Según me habían dicho, si yo siguiese esa línea de pensamiento, en seguida acabaría por llegar a la conclusión de que incluso los animales o los seres inanimados tienen alma. Que eso era una herejía, ya que para los cristianos tan sólo el hombre, entre todas las criaturas, había sido privilegiado con el don del espíritu.

Todos esos ‘peros’, provenientes de los representantes de aquel a quien yo imaginaba tan perfecto y maravilloso, resquebrajó bastante mi amistad con Él. Empecé a pensar que Él también tenía sus defectos. El principal era el de ser muy gruñón, autoritario e incluso un poco lleno de prejuicios. Para decir la verdad, quedé algo decepcionada.

Más asustada quedé cuando leí la Biblia, y conocí su faz más terrible. Fue cuando descubrí que él había sido agraciado con el título de Señor de los Ejércitos.

A lo largo de los años, me torné estudiosa y dedicada, no tan sólo porque quería saber las cosas, sino también porque, cuanto más sabía yo acerca del mundo y de los hombres, más elementos tenía para entender a ese Ser por quien siempre había sentido una fuerte y extraña atracción.

Recuerdo que un día, tras haber leído acerca de injusticia, miseria y hambre en el mundo, conversé con Él y Le dije que estaba dispuesta a morir para que aquellas personas tuviesen una oportunidad de vivir mejor. Y que, si la Paz en el mundo pudiese avanzar un milímetro con mi muerte, yo aceptaría dejar de existir para que eso ocurriese.

La respuesta que obtuve, fue la de continuar viviendo. Llegué entonces a la conclusión de que él no estaba dispuesto a negociar en aquellos términos.

Más tarde, llevada a estudiar teología por las monjas que cuidaban de mi educación, percibí que mis ‘peros’, contiendas y desentendimientos con Dios, siempre seguidos de períodos de armonía, amistad y dedicación, eran lo que los religiosos denominan vida mística, o sea, una intensa relación con el Creador.

Por haber desarrollado la denominada ‘vida mística’, nunca he podido, incluso en la época en que rompí mi relación con Dios, perder el interés por las cosas del espíritu.

En el aprendizaje teológico aprendí que la fe es un don de Dios. Se nace con ella, y cuando no se tiene, se suplica recibirla.

Siempre me he sentido afortunada por haber nacido creyente, ya que incluso cuando me decía a mí misma que Dios no existía, no podía dejar de pensar en Él, o lamentarme por no conseguir ya comunicarme con Él.

Como me ha dicho una vez un amigo, o mejor, mi más importante instructor encarnado, cuando un discípulo quita el pie del sendero se siente como un huérfano, un desheredado, un ser sin rumbo sobre la faz de la tierra.
Cuando me propuse ahora escribir acerca de la fe, consideré que tenía algo importante para decir a quien en nada cree.

En este instante en que estoy casi al final del artículo, recordando mensajes ya canalizados, dirigidos a personas que no creen en forma alguna de divinidad, comprendo lo que ha de decirse a quien no cree…

A Dios no le importa si un ser humano cree en él o no. La fe es un don, tal como la facilidad para hablar varias lenguas, cantar, dibujar o danzar. Y como tal, a unos les fue dada y a otros no.

Con independencia de los merecimientos, todos los seres existentes, creyentes o no creyentes, son orientados y asistidos, en sus caminos de auto-conocimiento, con el mismo amor. Admitiendo o no la existencia de un creador, todas las criaturas son por él amparadas, y todas cumplirán su misión, que muchas veces, puede ser la de simplemente no creer.
Porque la fe y la incredulidad son los dos extremos de una misma y única cualidad divina manifestada en la materia. La que corresponde al color rubí, o sea, el rayo de la devoción.

Si eres una de esas personas que no consigue admitir la existencia del Increado Ser Supremo, y por ello no consigues comunicarte con Él, no te preocupes. No hay nada equivocado en ti. Muy probablemente él quiere que tú seas así, exactamente así, incrédulo como eres.

Y si Él quiere que tú seas diferente, buscará una forma de decirte eso.

Sigue tu vida respetando los seres vivientes, tan sólo porque son formados de la misma sustancia que tú, no importa por quién, y contigo comparten los recursos del planeta, que puede muy bien haber surgido de un big-bang inicial.

Todo cuanto necesitas lo tienes ahí. Y tu vida te pertenece, sea ella fruto del acaso, o manifestación de una Consciencia Única, que experimenta y evoluciona, en constante e intenso intercambio de la energía llamada amor.No creas en Dios. No creas en mí. Cree en tus propias fuerzas y sigue la ley esculpida en tu propio corazón.

Creyentes y no creyentes, estaremos siempre unidos.
¡Porque Somos Todos UNO!


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