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Ahora que he vuelto a casa – Capítulo 20

Ahora que he vuelto a casa – Capítulo 20
Publicado dia 2/26/2007 2:45:04 PM em STUM WORLD

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Traducción de Teresa - [email protected]

De vuelta en Brasil, el encuentro con mi terapeuta me hizo sentir como un ET que reencuentra su nave espacial. Aquel encuentro quincenal era el puerto seguro en torno al cual procuraba vivir como podía. Sólo el hecho de saber que él existía era lo suficiente para mantenerme a flote.

A ciertas alturas, el terapeuta comenzó a introducir un dato nuevo y perturbador, que empezó a solapar el edificio granítico de mis creencias religiosas. A través de la simbología complicada y del lenguaje cifrado, que extrañamente yo aceptaba como si fuese transparente, pero que ciertamente pasaba por otro canal que no el de la comprensión lógica, por primera vez yo oía hablar de otra interpretación de los misterios religiosos. Las primeras veces me había horrorizado con el tono herético de todo aquello. Poco a poco, lo que me parecían baladronadas dichas para escandalizarme, empezó a formar cierto sentido.
Yo permanecía sólo escuchando, sin tomar partido. Sabía que no podía tomar todo al pie de la letra. Sabía también que todos los elementos del nuevo acertijo, día más día menos, acabarían por encajar. Había siempre varios niveles de comunicación, durante nuestras sesiones.

Lo más urgente para mí era conseguir revertir los estragos que mi “dolencia” había causado. Al mismo tiempo era consciente de que todo lo que estaba recibiendo era una iniciación que tendría sentido en el momento oportuno.
Mientras tanto, mi necesidad de perdón me hacía mantener el hábito de frecuentar la iglesia católica.
Me sentía umbilicalmente ligada a mi diálogo con Cristo, del cual no abriría mano por nada del mundo. Era el único anclaje que me restaba de las ruinas en que se había transformado todo cuanto había aprendido hasta entonces.
Mis demandas, mis oraciones, mis sacrificios voluntarios e involuntarios eran todos debidos a la necesidad que tenía de sentirme bendecida y protegida.

En aquella época se hablaba cada vez más de las apariciones que Nuestra Señora venía prodigando en una perdida aldea de Croacia, Medjugorjie. Se habían publicado varios libros relatando las apariciones y yo había quedado extremadamente conmovida con el relato ingenuo y punzante de los pequeños videntes, todos jóvenes de la más humilde procedencia.
Claro que siempre dentro de mí había abrigado la esperanza de que un día fuese digna de presenciar algún milagro. Es más, en una de mis estancias en París yo había tenido un encuentro en la iglesia de Saint Nicolas Chardonnet (donde residían los padres seguidores de Monseñor Lefebvre, el gran contestatario de las órdenes del Papa) con una extraña señora que, entre otras cosas, me había predicho que un día yo asistiría a un milagro.
Eso, más que otras cosas del género que acostumbran a sucederme, me había marcado particularmente. Más que nunca estaba necesitada de un signo sobrenatural que aplacase esa necesidad mía casi patológica de respuestas divinas. Si tuviese una manifestación clara de cura milagrosa, sería la prueba irrefutable de que Dios me había perdonado. Toda mi lucha, toda mi obstinación, eran en realidad una tentativa de obligar a Dios a declararme su amor.

Durante el viaje a Europa, que hice dos años después de mi estreno en los congresos internacionales, se dio la oportunidad de realizar el tan anhelado viaje a Medjugorjie.
Todo sucedió como en un rito de iniciación. Extrañamente, me quedé sola en Roma, en casa de mi amiga que estaba en viaje de vacaciones. Quedé completamente sola, con la única preocupación de conseguir el viaje. La tarea no era de las más sencillas, porque estábamos en plena temporada alta de verano. Fueron muchas idas y venidas, hasta que obtuve un pasaje en una cabina de buque que iba desde Bari a Dubrovnik. Logré también una reserva en uno de aquellos cuartos de pensiones improvisadas en que los vecinos del lugar estaban rápidamente transformando sus casas.

El viaje desde Dubrovnik hasta Medjugorjie, en un autobús de peregrinos italianos, fue la mejor metáfora de una verdadera subida al cielo. El día estaba espléndido, la vegetación increíblemente lujuriante, y cuanto más subía el autobús, más bonito y verde se iba poniendo el mar a nuestras espaldas. La sensación de antesala del paraíso llegó a su auge cuando el cura y todos los fieles comenzaron a entonar himnos de alabanza a la Virgen en italiano y en latín, que yo también podía acompañar, pues eran los mismos de mi infancia. No hubiera podido sentirme más bendecida.
Toda Medjugorjie se despliega a lo largo de una única calle, donde las pensiones, los restaurantes, las tiendas de recuerdos habían ido surgiendo como hongos, a medida que los turistas se multiplicaban. En medio, el enorme atrio de la iglesia, que impresiona por su tamaño absolutamente desproporcionado al de la ciudad, como si su construcción hubiese sido orientada por orden divina.
Todita la calle estaba cuajada de autobuses de excursión de todas las procedencias.

Las misas se celebran en todos los idiomas, y cada una tiene su horario específico. Aunque inmensa, la iglesia no comporta la enorme cantidad de peregrinos, de ahí que se hubiese construido en la parte de atrás un enorme altar al aire libre, ante el cual se abren en abanico decenas de hileras de bancos de madera que reciben a los fieles de las grandes misas ecuménicas del final de la tarde. En el altar caben decenas de curas, de todas las razas y de todos los idiomas, que se alternan al micrófono a la hora del Evangelio, que es leído en varios idiomas. La función es explicada y coordinada por un fraile franciscano croata, que además de dirigirse a los fieles impecablemente en varios idiomas, impresiona por el fervor religioso que de él emana y por la energía con que consigue coordinar todos aquellos peregrinos, llegados de las cuatro esquinas del mundo.
La misa es celebrada a la hora en que todos saben que los videntes se encuentran en una de las salitas de la gran construcción, en coloquio con Nuestra Señora. Las apariciones suelen tener lugar todos los días a la misma hora. Cuando esta hora se aproxima, es impresionante el silencio, el respeto, la inmensa fe que flota en el aire. Podría cortarse con un cuchillo la emoción que se adueña de todos. El fraile franciscano recita el padrenuestro en croata, al que los fieles responden en latín, con una pasión nunca vista. Es imposible no sentirse contagiados con el clima místico que se enseñorea del ambiente. Se puede permanecer horas y horas rezando, sin sentir el menor cansancio. Cuando el fraile invita a los fieles a ayunar los miércoles y viernes, y a volver para rezar a las nueve de la noche, eso suena como la cosa más natural del mundo, y es con alegría como se espera la hora de volver a rezar, a pesar del brusco descenso de la temperatura. El aire de santidad que se respira durante las funciones es un alimento más que suficiente para el espíritu y para el cuerpo también. El más sencillo pedazo de pan cobra el sabor de un manjar de los dioses.

por Angela Li Volsi

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Sobre o autor
Angela Li Volsi é colaboradora nesta seção porque sua história foi selecionada como um grande depoimento de um ser humano que descobriu os caminhos da medicina alternativa como forma de curar as feridas emocionais e físicas. Através de capítulos semanais você vai acompanhar a trajetória desta mulher que, como todos nós, está buscando...
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