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¡CUÁN AMARGA ES LA AMARGURA!

por WebMaster em STUM WORLD
Atualizado em 15/10/2011 10:01:59


por Oliveira Fidelis Filho - [email protected]

Traducción de Teresa - [email protected]

¡El disparador fue el silencio!
El estruendo de aquel silencio fue suficiente para despertar mis debilidades, proyectar mis sombras y azuzar mi agresividad.

En el discurso psicoanalítico, el silencio y la imagen hablan más que mil palabras. Lo cual habitualmente me remite a la poética declaración del Rey David cuando, en alusión a la Creación, declara: “Los cielos proclaman la gloria de Dios, y el firmamento anuncia las obras de Sus manos. Un día habla con el otro día, y una noche revela conocimiento a la otra noche. No hay lenguaje ni palabras, y de ellos no se oye sonido alguno; sin embargo, por toda la Tierra se hace oír Su voz…”.
En el silencio, la Naturaleza – interior y exterior – revela su esencia divina y nos habla del Creador.

El silencio a que me refiero, con todo, no vino de la Creación o de un espacio en que el inconsciente se revela en el discurso de un cliente en una sesión analítica. ¡Ojalá fuese así! Me refiero al silencio de un prójimo que, aunque geográficamente distante, fue capaz de imponer la rendición del amor en mí, abrir los portones de los sótanos del ego, soltar los bichos que pensaba ya no existiesen. Emergiendo del profundo océano de mi inconsciente, ellos atracaron y tomaron por asalto las playas hasta entonces tranquilas de mi conciencia. Aludo al silencio que me permitió vislumbrar en mí, con claridad solar, los monstruos que se ocultan bajo la sombra de los valles de la inconsciencia, que me hizo ponerme cara a cara con mis propios demonios y percibirlos vivos y actuantes, no en el planeta Tierra, sino en los estrechos espacios de mi existencia. En fin, un silencio que, mucho más que revelar al Otro en el otro, revelaba al Otro en mí.

¡Qué angustiosas fueron las sensaciones!

El estómago se sintió como si hubiese sido alcanzado simultáneamente por un cruzado de derecha y otro de izquierda, por un boxeador peso pesado. Lo sentí comprimirse y contorcerse; fui tomado de náuseas y por poco no vomité.

Mis sentimientos eran una mezcla indigesta de orgullo herido, impotencia, ultraje, injusticia, ira, odio y resentimiento. Sumido en la auto-conmiseración, bajé a las profundidades del infierno.

Los pensamientos entraron en colapso, la luz se apagó, el discernimiento se fue de vacaciones, y el toque de queda le fue impuesto a la racionalidad.

Sensibilidad y flexibilidad dieron lugar al embrutecimiento en cuanto a reactividad, y éste, dueño del poder otorgado por el orgullo y por la vanidad, se portaba incuestionable en sus derechos. Lo mismo que la savia, que manando de un abeto herido se convierte en ámbar petrificado momificando la vida que hay en él, de modo semejante sentí enreciarse mi pecho y mi corazón.

Quizá ninguno de mis lectores experimente tales pruebas de falta de expansión de conciencia y de espiritualidad… Quién sabe sean todos seres amorosos, armonizados, bañados de luz y movidos por amor… Puede que jamás hayan experimentado tal descompensación… Es posible, no obstante, que tengan algún amigo que haya pasado o pase por esta experiencia…

Bromas aparte, en cuanto a mí, dejándome agredir por un estruendoso silencio, proyectando mi mapa interpretativo y mis alucinaciones en la persona que simplemente se mantuvo en silencio, sucumbí al poder de la amargura. Por fortuna, pronto me di cuenta de lo que estaba ocurriendo; buscando en mi propio silencio apaciguar los contradictorios pensamientos y sentimientos, repoblando de Amor y Luz mi conciencia con ayuda de la meditación, oré a mi Dios, movido por la gratitud y devolví al alma su bien más precioso, la Paz.

En mi libro RENACIENDO DE LAS CENIZAS, en las primeras páginas del capítulo dos, busco describir los estragos provenientes de la amargura. Entre otras ponderaciones, afirmo que la amargura es un veneno carísimo, porque está hecho de nuestra sangre, de nuestra salud, de nuestro sueño; implacablemente consume a quien de ella se alimenta. Es el cáncer del alma con potencial para convertirse en el “alma” del cáncer.

En la Biblia hay dos textos que describen didácticamente la amargura. El libro de los Hebreos trae la siguiente narrativa: “… Ni haya alguna raíz de amargura que brotando os perturbe y, por medio de ella, muchos sean contaminados”. En el libro de los Salmos, el poeta y músico Asafe declara: “Cuando el corazón se me amargó, y las entrañas se me conmovieron, yo estaba embrutecido e ignorante, era como un irracional a tu presencia.”

Estas citas bíblicas hacen evidentes las perturbaciones psicosomáticas que poseen en la amargura su raíz. La defensa inmunológica está estrechamente vinculada al perfil emocional. Cuando la Biblia nos advierte de que no dejemos ponerse el sol sobre nuestra ira, de que hemos de mantener un corazón perdonador, y de que debemos eliminar toda raíz de amargura, el objetivo es ponernos a salvo de los daños que los sentimientos negativos imponen a las más variadas áreas de la existencia. Encontramos, asimismo, en el libro de los Salmos, la recomendación que bendice: “No te enojes, no te pongas furioso. No te enfades, pues eso será peor para ti”y el sabio rey Salomón advierte: “controla siempre tu genio; alimentar el odio es necedad”.

Podemos argumentar exhaustivamente que tenemos razones de sobra para alimentar la amargura, el resentimiento y el odio. Es perfectamente posible que hayamos sido víctimas de injusticia, traición, ingratitud, rechazo, violencias verbales o físicas terribles. Pese a todo, con o sin razón, la amargura es una brutalidad más que nos infligimos a nosotros mismos.

Las raíces de la amargura cierran las cortinas del alma impidiendo que el Sol de la Justicia ilumine y caliente el corazón. Ellas obstruyen los conductos de la existencia, impidiendo que la brisa refrescante de la gracia de Dios refrigere nuestro interior. La amargura resta color a la vida y cercena las alas de los sueños. Nos aprisiona en las arenas movedizas de la murmuración y del resentimiento, robando, matando y destruyendo la alegría de vivir. La amargura aprisiona nuestros ojos en el pasado, dejándonos paralizados.

Mantener, de forma continuada, sentimientos de ira, resentimientos, resquemores, en fin, mantener el alma cautiva de la amargura es bloquear las fuentes de la alegría, de la paz, de la vida plena y abundante.

Es necesario comprender que no son los actos u omisiones sufridas, los silencios, las palabras o incluso los hechos practicados contra nosotros, lo que genera la amargura. Ésta es producida en nuestros corazones y es fruto de nuestra reacción, vaciada de amor, frente a aquello que nos ocurre.

Al corazón infectado por la amargura, el perdón le es imprescindible. El perdón produce asepsia mental y emocional. Quien perdona invierte en sí mismo, opta por la vida. “Tenemos que empezar a amar para no ponernos enfermos”, afirmo Sigmund Freud; y donde haya amor habrá perdón.


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