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Ha nacido el niño - Capítulo 12

por WebMaster em STUM WORLD
Atualizado em 20/12/2010 08:39:24


por Márcio Lupion - [email protected]

Traducción de Teresa - [email protected]

Era diciembre de mi primer año de vida de monje. Todos nosotros llegamos al ashram donde estaban los monjes de origen hindú preparando una puja, una fiesta sagrada en honor de Jesucristo. Yo era demasiado joven para poder comprender qué estaba haciendo aquel universo de cristianismo dentro de un templo junto a Krishna, Rama y el Señor Shiva, pero aquello me pareció normal gracias a todas mis lecturas anteriores; extrañamente todo aquello me parecía natural.

Cierto día, con las experiencias de clarividencia sucediéndose, me acordé de un cuento ruso acerca de una villa helada del norte de Europa, cuyos habitantes, al encontrarse, en vez de decir "Feliz Navidad" decían "Ha nacido el niño". Es una referencia práctica del día a día del nacimiento de Jesús, el nacimiento de un Cristo en la Tierra, y aquello se ha quedado en mi memoria.

Los días pasaban y a mediados de diciembre, volviendo de la facultad por la noche, ahora preocupado con cada sombra que me pasaba por delante, - porque las sombras parecían vivas, lo mismo que los espectros de luz, que veía pasar con el rabillo del ojo - yo me volvía para mirar si tenían forma, pero a decir verdad ahora importaba más la sensación que la propia figura. Caminando por las calles de Heliópolis pasé por la Plaza Vilaboim y subí la cuesta de la Calle Alagoas. Allí en la esquina, en lo alto de la cuesta, vi un mendigo. Lo creí un mendigo porque iba descalzo, con un mono de faena azul marino que le llegaba a los pies. Era un hombre de tez morena y cabello entre castaño claro y color miel, ni largo ni corto y con una mirada absolutamente inolvidable. Los ojos eran de un color indefinido, bajo la luz nocturna parecían amarillentos, después de mirar con más cuidado parecían verdes, más tarde me pareció que tenían estrías azules.

Con todo, no era el color ni la apariencia fuerte - y al mismo tiempo infantil de ese hombre - lo que me impresionaba, sino la limpieza que yo percibía en su cuerpo. Parecía que cada poro suyo fuese un cristal, parecía que su cabello estaba acabado de lavar, como en aquellos anuncios de champú que se ven por la TV. Realmente él parecía una holografía, solo que ese concepto allá por los años 83 - 84, en vísperas de Navidades, ni siquiera existía, ni tampoco se soñaba con esa posibilidad. Pero él rezumaba una limpieza y un aseo impresionantes.
Miré entonces a aquel hombre, reuní todo el dinero que tenía en mi bolsillo, tendí la mano en dirección a él y sonreí; él me devolvió la sonrisa, alargó el brazo y puse el dinero en su mano. Él simplemente sonrió, sin proferir palabra alguna.

Pasé a sentir estremecimientos por todo el cuerpo, parecía que todo se había convertido en clarividencia, ya no conseguía distinguir entre los seres humanos y las visiones. En ese momento sonreí, me volví y caminé unos veinte o treinta metros, empezando a racionalizar sobre lo ocurrido. Recordé la limpieza impresionante de las manos, del rostro, de la mirada y fue entonces cuando noté algo que me hizo mirar hacia atrás.
Recordé que sus pies, que había observado en primer lugar, eran absolutamente limpios, parecía que acababa de bañarse, pisando en la toalla fuera de la ducha. Era de una limpieza descomunal y casi no percibía su sombra, bajo aquella luz en la esquina. Miré hacia atrás, casi como por impulso, tratando de averiguar si todo aquello que había visto era real. Cuando me volví, sentí un brusco estremecimiento, como los que se experimentan al transitar entre las dimensiones, una sensación que se convirtió en un entumecimiento que bajaba por la espalda, porque cuando miré atrás, vi que aquel hombre ya no estaba allí. Pensé que había bajado por la cuesta, o simplemente salido de mi campo de visión. Peor lo que realmente me impresionó fue que en realidad no había la tal luz arriba, no había un poste, ni la luz de alguna casa en la esquina. Continué caminando hacia casa en la noche oscura, con aquella sensación de estremecimiento y de extrañeza, que el cuerpo manifiesta cuando pasa por eso; mantuve la mente vacía y simplemente coleccioné esa sensación con todas las demás que venían sucediéndose.

Pasaron días, la puja de Navidad se acercaba; y un día, al comienzo de la noche, cuando iba a la facultad, cerca del cementerio de la Consolación, vi nuevamente a aquel hombre al otro lado de la calle. Él sonreía a la nada, o como si estuviese mirando las golondrinas del atardecer, que en aquella época se arremolinaban en los hoyos de la lateral del cementerio, donde hacían sus nidos. Era ciertamente muy agradable mirar los vuelos rasantes, el momento en que la golondrina planea y el momento en que baila con su compañero. Y aquel hombre, aquel mendigo - el mismo del otro día - estaba parado allí, con el mismo mono de trabajo, igualmente descalzo. El día del primer encuentro noté que me había quedado una moneda en el bolsillo. Aquella moneda me había atormentado hasta este nuevo encuentro, porque yo quería haberle dado todo y sin embargo me había quedado algo. Algo completamente inelegante en esta situación, porque yo debería haberle entregado todo, mayormente cuando a uno le parece haber tenido una visión de algo superior, como yo suponía haber tenido.

Una vez más, la impresión de luz sobre la cabeza de aquel hombre era muy fuerte, como si hubiese un reflector puesto sobre él. Atravesé la calle corriendo en dirección a él, como un niño corre hacia un juguete. Él me miró de modo tranquilo, gentil como siempre, con aquella misma mirada dulce de la primera vez, ahora con igual dulzura pero emanando mucho, mucho afecto.
Ese hombre estuvo parado delante de mí, y esta vez me cercioraba de que todo cuanto había en mi bolsillo iba a parar a sus manos, aunque tuviese que pasar sin cena, o que volver a casa a pie. Yo simplemente sentía que tenía que dar todo.
Tendí la mano y esa vez hablé: - Señor, el otro día te encontré y no te di todo lo que tenía; ahora - gracias a Dios - he tenido la oportunidad de volver a encontrarte y te entrego todo cuanto hay en mi bolsillo, y si quieres mi libro sobre Budismo, también puedo dártelo.

Sus ojos se humedecieron, tomó mi mano, cuya palma vuelta hacia arriba sostenía el dinero, y con una delicadeza enorme la cerró sobre las monedas. Su sonrisa transmitía una expresión de profunda gentileza y simpatía. Me miró a los ojos hondamente, una mirada que hizo temblar mi cuerpo, estremeciendo todo lo que podría llamarse estructura física. Parecía que mis rodillas se entrechocaban y mis piernas perdían el equilibrio. Me volví rápidamente para que él no percibiese nada, principalmente el sudor frío en mi frente y caminé, alejándome. Cuando me detuve y miré atrás. nada había. Simplemente dejé aquella sensación atrás y me fui, creyendo entonces que aquella visión había venido del cielo.


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