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Servir - Capítulo 8

por WebMaster em STUM WORLD
Atualizado em 22/11/2010 09:29:14


por Márcio Lupion - [email protected]

Traducción de Teresa - [email protected]

Después de la iniciación el maestro tocó la cabeza del discípulo y recitó un mantra relacionado con la historia de éste y del maestro, un mantra de dos sílabas. Así, en el momento en que pensásemos en cualquier palabra, cualquier acción, o estuviésemos soñando despiertos - que es la naturaleza de los pensamientos - deberíamos sustituir esas sensaciones por ese mantra, haciéndolo girar en la cabeza en el sentido anti horario; y entonces toda tensión iría a ese punto que salía de la frente y volvía al mismo sitio, rodando sin parar hasta el momento en que nos sumergiésemos en un vértigo, en una sensación de desvanecimiento que conducía a un estado de vacío, en que no se sabe dónde empieza y termina el propio cuerpo, en el cual se pierde la noción de lo que está a nuestro alrededor, y principalmente, la noción del tiempo.

No sé cuánto tiempo estuve allí, en aquella meditación de iniciación, probablemente de media a una hora; el cuerpo por primera vez en meditación se puso rígido hasta el punto de que yo cerré y volví a abrir los ojos sin haber tenido ningún tipo de descanso. Era exactamente la misma postura de cuando había empezado. La respiración prácticamente se detuvo, el latido cardíaco fue disminuyendo, disminuyendo, hasta que ya no lo podía percibir. Y entonces con un ligero toque en la frente, sentí el dedo de mi maestro sutilmente haciendo círculos en mi frente, una de las pocas veces en que él nos tocó; y en este exacto momento, salí de la meditación. No recuerdo haber vuelto a tocarle, ni haberme acercado a él o a alguna de sus pertenencias; había un respeto impar por parte de todos nosotros hacia la figura de aquel siervo. Y ese día, más que en los otros días, yo me había perdido, el ego había muerto y me había olvidado de mí mismo, de una idea personal, de una noción de mundo; ya no había deseo, voluntad, ni el anhelo principal de servir, aquello del monje franciscano del comienzo de esta historia del auto-conocimiento.

Me levanté de aquel trance, caminé de vuelta a los vestuarios, obtuve un manto blanco de algodón y ese manto vino acompañado de una invitación para poder frecuentar ese ashram cuando los discípulos se reunían, los sábados a partir de las 15h hasta cerca de las 21h y los domingos por la mañana muy temprano. Llegábamos antes del amanecer, hacia las 4 de la madrugada y permanecíamos allí hasta el mediodía con él, recitando mantras y meditando.
La semana pasó como el viento y el primer contacto con todos los demás discípulos fue como el de un crío cuando llega el primer día a la escuela. En aquel ashram no entrábamos en contacto con ninguna figura femenina porque nuestro día era distinto al de las madres, que es como denominábamos la forma de manifestación femenina. toda mujer era llamada madre, no importando si estaba en un cuerpo de niña con 5 años o en el de una anciana; la mirábamos siempre tan solo de rodillas para abajo o solamente a los ojos. Nos preocupábamos más con la mirada y los gestos que con la propia forma; rarísimas veces he visto a un monje prestando atención a la forma, o mirando en el encuentro de uno con otro alguna cosa que no fuese lo que debía hacerse o la petición de uno para con el otro. Había un respeto impar, y hasta hoy tengo dificultad para convivir con las personas del mundo debido a ese paraíso, que era como llamábamos a ese lugar de encuentro entre los discípulos.
Era una disciplina que nos envolvía todo el tiempo, una práctica sin maestro, sin peticiones, solo por la convivencia; cada uno percibía en el otro lo que tenía que hacer y simplemente lo hacía, el suelo se mantenía limpio, las paredes limpias y bien cuidadas, las flores bien atendidas, el perfume de los ambientes era siempre sensible. sin exageración en los gestos, en el hablar, en nada.
Ese día toqué el timbre, fui recibido, subí la escalera y permanecí sentado sin mirar a las personas, simplemente percibiendo sonrisas amables, un "shanti prem hare om", que era como los monjes se saludaban y que significa paz, amor, y un saludo a una forma de manifestación de Dios, que es el sonido de Dios, el verbo divino, a que el occidental llama OM o AUM, un sonido que en poquísimo tiempo ya lo escucha el yoghi dentro de sí, un sonido interno, un zumbido interno: es el pranava, tiene siete variaciones distintas y se nos aconsejaba trabajar esa lectura hasta el momento en que ese sonido saliese exactamente igual en los dos oídos; y hasta hoy ese sonido nos acompaña cuando cerramos los ojos, señal de que todo está en armonía.

Y allí, de cabeza baja, esperando a ser invitado para trabajar. Es fantástico entender que la invitación para el trabajo - cualquier acción que el cuerpo llegue a hacer - verdaderamente es una invitación a la iluminación y más fascinante aún es comprender que no importa si vas a cuidar del jardín, lavar el suelo, si estarás en la recepción a las personas en su primer día - un honor enorme - o simplemente vas a limpiar el baño para esas personas, o abrir la puerta a esas personas. Cualquier situación era muy agradable.

Ese día, viendo y oyendo pasar todos esos monjes, uno de ellos, que se llamaba Mokunda (el nombre del Krishna adulto y también el nombre del Paramahansa Yogananda, si no me falla la memoria), un ser de una amabilidad inmensa hacia el cual yo sentía enorme cariño, me tocó el hombro y me hizo llegar hasta una bella alfombra verde - hasta entonces yo era un simple alumno - y me emplazó sentado a su derecha. Nos sentábamos en círculo, en una sala grande, de aquellas dimensiones que ya hemos descrito; a nuestra izquierda se situaba el círculo de las madres, y delante, el círculo de los padres.
A nuestra derecha se asentaba el maestro, Mahakrishna Swami, y allá al otro extremo la Madre Sutra, siempre amable, pero definitivamente enérgica.Ese fue mi primer contacto con ella; levanté mis ojos, la miré y ella me sonrió; entonces, miré a todos los demás discípulos, a las madres, y éstas me miraron y me brindaron una sonrisa de crío, una sonrisa de amabilidad donde se podía percibir un sonido escondido de "sé bienvenido". Cerré los ojos - yo era muy tímido y no quería en forma alguna molestar a nadie con la mirada - y bajé un poco la cabeza cuando el maestro apareció; siempre que entraba en la sala cualquier ruido se silenciaba; era recibido sin ningún gesto y sin movimientos; al pasar por mí me tocó la frente, levantó mi cabeza para que estuviese en una postura más erecta, se sentó, sonrió y profirió aquel tan familiar: "Shanti prem hare om", recitó el mantra Gayatre, un saludo a Shiva, habló con todos los Maestros y empezó la vida práctica de un monje. entender que el alma se diluía, la manifestación del espíritu, nuestra naturaleza eterna. Es exactamente esta la morada de una sensación ininterrumpida que envuelve el conocimiento de qué es la vida en la Tierra, qué estamos haciendo aquí y para qué sirve todo ese trabajo, que en la India se denomina Samsara, rueda de la vida, mundo de las ilusiones.


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