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Un cuento sobre amar y volar

por Maria Guida em STUM WORLD
Atualizado em 07/07/2007 17:46:08


Traducción de Teresa - [email protected]

A veces me pregunto si esta es la manera acertada de vivir.
Un sueño, dentro de otro sueño, soñado por alguien que no sabe que sueña.
Sea como fuere, aquí estoy yo, perfectamente sola.

Cielo y estrellas son mis más constantes compañeros en este pequeño mundo que gira sobre sí mismo, en el espacio infinito, entre los dedos de Dios. Son ellos, los últimos seres que veo antes de adormecer todas las noches. Duermo con las gafas puestas, con la ventana abierta, porque sin tenerlos a la vista yo no sabría cómo continuar. Alguien debería estar conmigo, y si no está, no puedo evitar que partes de mí se sientan desilusionadas.

Antes de que alguno de vosotros comience a sentir pena, afirmo que no soy infeliz. Tan sólo, alguna que otra vez, cierta tristeza me aparece en la mirada.
Después de que mis ojos se cierran, mi corazón tiende a desacelerarse. Entonces fluctúo por entre pequeñas luces chispeantes, multicolores, como quien flota en un lago calmo, envuelto en la luz plateada de una eterna y muy clara luz de luna. Boyando así, al sabor de invisibles corrientes, encallo en playas con aguas color de rosa, como zumo de sabor a fresa. Seres muy bonitos me extienden sus manitas transparentes. Sus rostros tienen expresión de bienvenida.
Camino con ellos por unos campos de hierba baja y espesa, salpicados de florecillas menudas.
A saber por qué, en ese lugar, todo el mundo viste túnicas rústicas, con listas anchas en blanco, color de rosa y azul claro. Las ropas ligeras revolotean al viento.
Mis compañeros no hablan, pero comunican sus pensamientos y sentimientos en una algarabía telepática mezclada con gestos y miradas.
Cuando uno de ellos quiere decirme algo importante toca mi rostro con la punta del dedo índice, sujeta levemente mi mano y me mira bien al fondo de los ojos.
Una de las veces en que uno de ellos hizo esto, gruesas lágrimas de alegría resbalaron por mi rostro. Desperté llorando.

También frecuento algunos lugares solemnes. Vastas salas, de contornos redondeados, donde el suelo es continuo con las paredes, como cavernas, esculpidas en piedra color de rosa. Al contrario de las cavernas, tienen amplias terrazas, limitadas por rejas lindas, de la misma piedra, trabajada en filigranas.
Permanezco en esas salas sentada a solas durante largo tiempo, y mientras estoy allí, muchas cosas nuevas se insinúan a mi mente. Cosas que yo no sabía, no tenía ni idea. Es como si la sala entera fuese un enorme walkman, y la información pasase a mí, no por algún auricular, sino por la piel, directamente a cada célula o átomo de mi ser.
Permanezco allí, muy atenta y concentrada, hasta que de pronto, todo aquello va esfumándose y en una sacudida estoy de vuelta, al viejo colchón y edredón.

A veces corro por largos pasillos blancos, y siento que en pos de mí, muchos otros como yo corren también. Un día de estos, en esa carrera alocada, me caí, y me colé a través del suelo, directamente a mi habitación. El cambio brusco de perspectiva me hizo desentenderme toda. Tardé buenos minutos en recobrarme. ¿Dónde estaba? ¿Quién era yo?
En esos retornos repentinos, a veces mi corazón explota en loca taquicardia. Otras veces, me siento helada y no consigo moverme.
Un día, incluso, despertada por el insistente sonido del timbre, salté de la cama, en un único impulso, para desplomarme en el suelo. Mis piernas no funcionaban bien y a duras penas conseguí entenderme con ellas.
Sospecho que, como esas, muchas otras cosas han ocurrido mientras duermo. Creo que ya he olvidado casi todo cuando despierto.
Si me miro al espejo, siempre me sorprendo con lo que veo. ¿Qué es esa luz que baila a mi alrededor, color lila y muy líquida, como si fuese agua, y que está siempre buscando un cántaro donde arrojarse? Y ¿dónde está el cántaro que podría finalmente darme algún tipo de forma?
No lo sé. Me niego a insistir en preguntar.
Hace mucho tiempo, acaté los consejos del I Ching, y decidí intentar amar a todos los seres que cruzan mi camino, como si fuese a Él. Y todo cuanto yo tenía guardado para ofrecerle, caso un día él surgiese de repente, lo he venido distribuyendo, preguntándome muchas veces, si quedará algo, para cuando, o si, Él finalmente llega a venir.

Hoy, parece que amo mucho más al Amor que a Él. Y francamente, ya no me importa si tendremos alguna ocasión de encontrarnos, porque he descubierto que de alguna forma extraña estamos unidos mucho más que aquellos que Le ven todos los días, indiferentes a la gran alegría que es compartir con Él el mismo aire.
El Amor es un árbol que crece sobre la montaña. Nace tan frágil, pero, si no se muere en seguida, se adapta a vientos y a tempestades. Se puede confiar en el Amor y en él apoyarse, cuando lo demás nos falte. Él sabe de esto, allá donde está sentado ahora, adormecido, en aquella vieja poltrona, frente a aquella ventana abierta, de ese lugar que yo no sé dónde es.
En la semioscuridad, casi puedo tocar su piel blanca, sus escasos cabellos en desaliño, las gafas pendiendo de las manos.
Leía un pequeño volumen de bolsillo en inglés cuando adormeció. Un libro que él había comprado en una pequeña tienda de usados, en el centro de la ciudad.
Aprovecho el poco tiempo que tengo para verificar si él está bien, si no está enfermo. Puedo sentir las ondas de energía vital fluyendo dentro de él en armonía. Una luz tranquila sale por las puntas de sus dedos, explotando lentamente, en forma de pequeñas estrellas.
Él siente mi presencia. Abre los ojos oscuros, coloca las gafas, mira para mí.
No dice nada, tan sólo me muestra su sonrisa escéptica. Toma mi mano, me atrae hacia cerca de sí y me abraza.
Y tal como aquel niño que encuentra a su madre, en la última escena de la película “El Imperio del Sol”, apoyo mi cabeza sobre su hombro, cierro los ojos, y puedo, al fin, descansar.
Aquel abrazo es mi lugar favorito, mi patria, mi refugio.

Allí, estoy y siempre estaré segura.
Simplemente en paz.


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